El tesoro de Soo

Fuente: Enigmas y tesoros en Canarias

Agustín Cabrera Perdomo

Casi todo lo relacionado con la historia de Tinajo se halla cubierto de un cierto halo de misterio, con leyendas perdidas que se entrelazan con retazos de otras que han llegado a nuestros días impresas en la memoria de nuestros mayores. En la revista Lancelot publicamos hace años una de ellas:

«Don Alfonso de Figueroa y Cabrera, padre que fuera de un lejano antepasado mío, dejó escritas unas líneas en un viejo pergamino que recuerdo leer cuando pequeño y que, junto con algunos daguerrotipos de bigotudos e irreconocibles personajes, parientes sin duda del tal Figueroa, debieron desaparecer durante los zafarranchos de limpieza general que necesariamente se hicieron en la casa del Morro, en la medida que la fa­milia creció en número y hubo que desocupar cuartos llenos de trastos viejos e inútiles aplicando el viejo dicho, en lo referente a los cachivaches, que dice: «parientes y trastos viejos, pocos y lejos».

Este documento hablaba, a través de una caligrafía casi ilegible, de la ubicación de un tesoro (si es que decía tesoro en sus desvaídos renglones maltratados por el tiempo, o en realidad decía terroso, pues la carcoma había sacado su apetito desmesurado en aquel preciso y crucial punto del documento). Pero alguien más debió tener copia de aquel manuscrito pues, en los años cuarenta del siglo pa­sado, una misteriosa carta proveniente de Gran Canaria y firmada por un hombre -del cual no sabemos por qué circunstancias se hallaba privado de libertad en la prisión provincial- llegó a la dirección postal de don Juan Curbelo Rivera, residente entonces en Mancha Blanca, y a quien, a cambio de algunos dineros, le ofrecía -«en plan ganga»-un minucioso plano donde se describía con todo lujo de detalles la ubicación exacta del fabuloso tesoro.

El lugar donde presumiblemente estaría enterrado aquel tesoro sería en Soo, al norte de la denominada Caldera Trasera que, junto a las localidades de Juan del Hierro y Pico Colorado, conforman el imperturbable trío orogénico que cono­ce y guarda tamaño secreto. Con la mención de unos viejos quemaderos de barrilla y una distancia de no sé cuántos pasos en línea recta hacia un blanquizal de jable, ter­minaban las imprecisas indicaciones que hacía el preso en su misiva, apuntando que, para descubrir el hipotético y arcano tesoro, era imprescindible

mencionado plano. El señor Juan Ramírez, apellido con el que se le conoció en toda la isla y quien más tarde sería famoso por su habilidad en enseñar el habla humana a los cuervos, consultó con un viejo amigo de La Vegueta -que, por casualidades de la vida era mi abuelo materno-, sobre la idoneidad de ir a Las Palmas en busca del plano y de la for­tuna. Mi abuelo, que era hombre incrédulo por naturaleza y más cuando se trataba de truculentos negocios de «duros a cuatro pesetas», le dijo, después de leer la concebida carta: «¡Quítese eso de la cabeza, hombre! Eso son leyendas de piratas y los piratas no dejaron aquí tesoros sino que se los llevaron a su tierra después de asolar la Isla».

Don Juan, al parecer, hizo caso a mi abuelo y cejó en el empeño de emprender aquel viaje a la isla redonda y aunque la leyenda siguió viva durante años en la memoria de muchos, a nadie se le ocurrió ir a escarbar por aquellos páramos en busca de riquezas ocultas. «Ahoyar el jable» con el propósito de plantar batatas era, en aquellos tiempos, cuando menos algo más seguro a la hora de comer. Hoy en día, con los adelantos técnicos que existen para rebuscar en las entrañas de la tierra, se podrían dar unas «pasaditas» con uno de esos detectores de metales y, si es tan grande el tesoro como cuentan, los «bip bip…» del aparato se podrían oír desde la Villa».

Nota: Gran parte de esta información se la comentó al autor don José Duque Díaz (La Vegueta) y éste lo supo, a su vez, a través de su padre, don Pedro Duque Perdomo.

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