5º Finalista
ALFONSO FERNANDO QUERO GONZÁLEZ (Almería)
Querida mía:
Escribo estas letras para ponerte al tanto de cómo va todo por aquí…, aunque presumo que eres fiel conocedora de los pormenores.
Cada mañana, al alba, me desperezo en el mullido sofá; hace mucho que no concilio el sueño en nuestra cama, que ha quedado sumida en un eterno vacío, condenada al olvido.
Tras un frugal desayuno, me aseo, atuso mi poco pelo y perfilo las patillas. Acto seguido me dirijo hacia el armario. De entre los cientos de camisas que de él penden, opto por ponerme cualquiera de tonos luctuosos, a juego con mi estado de ánimo, desechando aquellas otras tan estrafalarias y de llamativos colores que antaño usaba.
Termino de arreglarme con el fin de ir a la calle; lo hago deprisa, con tu ausencia siento como el peso del techo de nuestro hogar se cierne sobre mí. Salgo. Cierro la puerta al tiempo que asgo el suave pomo pensando que no es una mera pieza de metal, sino tu delicada mano que viene conmigo, haciéndome compaña.
Ya en el exterior, con tal de no pensar, inicio mi itinerario de costumbre: camino por el paseo marítimo Antonio Machado; luego, toca ir al frondoso parque con sus exóticas especies; observo sus luengas palmeras e imagino que, como cipreses de camposanto, bien podrían ser unas escaleras cuyos peldaños me llevaran hacia a ti…, sin embargo, me resigno porque sé que aún no es mi hora.
Deambulo entre sus sinuosos y angostos senderos; y de allí, a la plaza de la Marina con intención de enfilar calle Larios… Pero, decido cambiar de opinión y evito la turbamulta que, como suele pasar, en cuanto se percata de mi presencia, no hace sino detenerme. Para ello, me pierdo entre los callejones paralelos y eludo aquella arteria principal. Entro en un dédalo de callejuelas con calzadas adoquinadas que conforman las entrañas de mi ciudad, aquellas que desde que era chiquito han soportado el peso de mis pasos y que ahora, de anciano, padecen el lastre de mi alma hecha jirones.
Consigo, no sin esfuerzo, llegar al restaurante. En el interior de El Chinitas, voy directo hacia mi mesa, nuestra mesa. Tomo asiento y, mientras me sirven el almuerzo, sintiendo que estás sentada a mi vera, en la silla contigua; me abstraigo y escudriño los muros de aquel lugar empapelado de instantáneas y retratos de gente ilustre de mi Málaga bella. Ahora que no estás, me cuesta comer; mastico con lentitud, no solo por haber perdido el apetito, sino porque también demoro lo posible el momento en el que tengo que partir de nuevo a casa… Y así un día, otro y otro más.
Te confieso que solo soy feliz el efímero lapso en el que estoy sobre el escenario; antes de ello, rodeado de tramoyistas, entre bambalinas, a punto de dar el salto ―mi salto― a la palestra, ya no siento necesidad de entonar un sonoro quejío… Piso con firmeza las tablas. Una telaraña de focos me atrapa. Me fijo en uno de ellos y pienso que al final de ese túnel luminoso estás tú mirándome, como siempre. Y antes de dirigirme a un público atestado de «fistros duodenales y pecadores de la pradera nacidos después de los dolores» ―al que tanto debo―, esbozo una sonrisa, clavo la mirada en ese potente haz de luz y pienso: «Va por ti, Pepita. Aguarda mi llegada, pronto estaremos juntos».
Te quiere, Gregorio.
Alfonso Fernando Quero González
Almería.