De la Gran Aldea aborigen a la señorial Villa de Teguise

Fuente: Lanzarote: su historia, su paisaje, sus gentes.
Por Francisco Pérez Saavedra

Los orígenes de Teguise parecen remontarse a la época prehispánica, en que los primitivos pobladores establecieron allí un núcleo de población que los europeos denominaron la Gran Aldea y posiblemente los naturales Acatif. Ésta debía estar com¬puesta por un grupo de casas hondas, en las inmediaciones de un charco endorreico, germen de la Gran Mareta construida por Sancho de Herrera y reconstruida por su nieto, el primer marqués D. Agustín, con la «caidera» y la «coladera», donde durante siglos se aprovisionó de agua la isla entera.

La Villa debe estar edificada, pues, sobre un poblado abori¬gen que permanece enterrado, desconocido y olvidado, como ocurre con la ciudad maya de Guatemala y otras de América Central, según recoge la brillante pluma de Miguel Ángel Asturias. Pero el influjo y el embrujo del pasado no desaparece de un lugar por el simple hecho de que sus vestigios materiales queden sepultados y perdidos, cuando algunos de sus antiguos moradores superviven y la memoria histórica se conserva. El mismo nombre de la princesa indígena que sirvió para bautizar la nueva villa es buena prueba de ello.
Teguise fue la residencia principal de los Señores de las Canarias, desde que las heredó Inés Peraza y Diego García de Herrera. Y continuó como capital del señorío de Lanzarote, por- que Sancho de Herrera y sus descendientes, tuvieron allí su «pala¬cio» o residencia principal, a pesar de ser arruinada varias veces por los piratas y del absentismo de los postreros señores de la isla.
Como escribe Viera y Clavijo («Noticias», 1-193) al hablar de Lanzarote: «La Villa de Teguise, su capital, está situada en el corazón de la isla hacia el Este y arruada de más de 200 casas». También Madoz (Diccionario. 1845/53) señala que está situada en una cañada, casi en el centro de la isla a la falda de una montaña, Guanapay, en cuya cima se construyó la torre-fortaleza de Santa Bárbara. Pero el castillo de Guanapay, que empezó siendo una simple torre vigía erigida por Sancho de Herrera en el borde de un cráter volcánico, desde donde podía divisarse gran parte de la isla y otear el horizonte marino, sólo servía para eso, como privilegiada atalaya. Pero cuando se quiso transformar en fortaleza y refugio de los moradores de la Villa, demostró ser insuficiente y vulnerable, pese a las acertadas reformas sugeridas por Torriani. Ya este ingeniero había reconocido el mal emplazamiento estratégico de Teguise y recomendado el traslado de la población al Arrecife, en cuya Puntilla o lengua de tierra entre La Caldera (el Charco de S. Ginés) y la ribera del puerto era más viable construir un recinto defensivo, apoyándose en la fortaleza del Quemado y la fosa cenagosa del Charco.
Por eso nos resulta excesivamente optimista la visión de Agustín Espinosa cuando afirma (Lancelot, p. 51) que «Teguise es un pueblecito alegre y rumoroso…acostado, confíadamente, al pie de una montaña encastillada, sin temor de peligros inéditos» Y compara al Guanapay con el Ángel Custodio de Teguise. Ello es históricamente falso, salvo que limitemos la función del ángel de la guarda a prevenir o advertir de peligros, pero no a conjurarlos.
A nosotros, que siempre hemos visto a Teguise como el lugar añorado de nuestra cuna, nos resulta más objetiva la concisa información que nos da Madoz en su Diccionario de que la población formaba una especie de semicírculo irregular alrededor de un gran vallado de tierra (La Mareta) y sus calles y plazas, también irregulares, eran limpias aunque muy mal empedradas.
Hoy tendríamos que rectificar vanas de sus apreciaciones, porque las calles y plazas de Teguise disfrutan de una pavimentación excelente y algunas de sus casonas solariegas se han restaurado, embellecido y mejorado.
Ya no es Teguise aquel poblado de poco más de cien casas pequeñas, cubiertas de cañas y paja, o de tortas de barro endurecidas al sol, con una iglesia que carecía de ventanas, sin división para el coro y con unos poyos de piedra por ambos lados como únicos asientos, tal como la conoció y describe el Dr. Layfield, capellán del conde de Cumberland, en 1596. Pero tampoco es «el puebleci¬to alegre y rumoroso que hace girar su rueda de colores frente a la blanca arquitectura general de la isla», del que nos hablaba Agustín Espinosa. Entre otras razones, porque Teguise se nos muestra hoy albo y limpio, con las fachadas de sus edificios bien revocados de cal. una cal que abunda en las proximidades de la Villa, y que ha uniformado a sus calles con la impoluta blancura que caracterizan a las construcciones de la isla.
Tampoco nos parece del todo exacto que se le califique de Un pueblo castellano, con calles «toledanas», y balcones con cierto influjo hispano- americano, como hace de la Hoz en su «Lanzarote». Aunque sí es cierto que la influencia española, en particular la eclesiástica, se refleja en sus iglesias, en sus conventos y en sus plazas y callejones ornados de cruces. Todavía el Callejón de la Sangre mantiene fresco el recuerdo trágico de la vertida durante la Invasión de Amurat. Por lo demás, Teguise no guarda ningún parecido con Toledo, porque es llana, no tiene calles pinas, aunque sí callejones angostos, no se apiña en la cresta de un cerro para ser protegido por una muralla, ni está en lo alto de un tajo, a cuyos pies discurre el hilo plateado de un rumoroso río. Sólo tuvo en su vecindad las aguas estancadas y cenagosas de una «mareta» y en la distancia la silueta almenada de un castillo que apenas le servía para anunciarle la amenaza inminente de un peligro invasor, no para conjurarlo.
Pero el Teguise actual conserva sus mejores esencias del pasado. Ha restaurado las fachadas de sus iglesias, sus conventos, sus ermitas y sus casonas o «palacios». La Villa mantiene el sello de ciudad eclesiástica y conventual que tuvo históricamente, como sede del vicariado de la isla. Y conserva las esencias de sus tradi-ciones litúrgicas y religiosas, en sus devociones y fiestas ancestrales.
Se ha dicho con acierto que las piedras de Teguise rezuman historia. Las gárgolas y canales de algunas fachadas señoriales, las chimeneas de ciertos edificios, como el de Spínola, los postigos de algunas ventanas, mirillas de vigías para mirar sin ser observados, los patios interiores, con unas florecillas cuidadas y mimadas por sus dueñas, en ese vivir recoleto de la mujer tradicional, cuyas salidas fuera de la casa solían limitarse a la iglesia, misas, novenas procesiones y devociones. Mujercitas de andar jaguarino y largo mirar de novias, que dijo Agustín Espinosa.
En cambio, la arquitectura de Teguise está falta de balcones y celosías exteriores, en las fachadas. Sólo la que fue casa-cuatel de la guardia civil puede citarse como excepción. En cuanto a los edificios, bien restaurados, que en la actualidad se recogen en la ruta histórica de la Villa, hay que enumerar: además del Convento de Sto. Domingo, fundado en el siglo XV11I (1729), aprovechando las propiedades y el legado que el capitán Gaspar Rodríguez Carrasco dejó para un hospital y cuna de expósitos, que los hernia nos de S. Juan de Dios no pudieron atender por la distancia, y donde hoy se ha instalado la sede del Ayuntamiento. La Casa Parroquial, con unas lindas ventanas neoclásicas en su fachada La Casa Torres, con amplio pretil de peldaños a la entrada, patio pavimentado con callaos, aljibe y brocal, circundado por galerías de madera en el piso superior y sótano con aspilleras a la calle. En la casa contigua se meció nuestra cuna.
Acercándonos a la plaza que da frente al templo parroquial de Ntra. Sra. de Guadalupe, encontramos el ahora denominado Palacio Spínola, amplia construcción de mitad del siglo XVIII, donde antes estuvo la casa de los inquisidores, hoy transformada en casa-museo y foro de actividades culturales. En la misma plaza, frente a la fachada, están emplazadas las esculturas de dos leones, que un miembro de la familia Spínola cinceló con la habilidad de un profesional, aunque no lo fuera. Y a un costado, la cilla, el pequeño edificio donde se almacenaban los granos recaudados de los diezmos eclesiásticos. Acertadamente restaurado, hoy es sede de una oficina de la Caja Insular.
La Iglesia de Ntra. Sra. de Guadalupe data de los primeros tiempos de la evangelización de la isla, cuando la Gran Aldea se transforma en una Villa cristiana, allá por 1428. Ha sufrido en sus muros todos los avatares y peripecias históricas de la isla. Saqueada los años 1569, 71 y 86 por los agarenos. Lo mismo que en 1618 y en ocasiones posteriores, siempre ha resurgido de sus cenizas, como el Ave Fénix, al calor de la devoción de sus fieles. Y no sólo ha resurgido, sino que se ha mejorado. Del humilde templo que contempló el Dr. Layfield en 1596, a «la muy buena iglesia, con su coro y sillería, la mejor que he visto en todas ¡as parroquias de las islas» de que nos habla el obispo D. Pedro Manuel Dávila y Cárdenes, cuando la Visitó en 1735, media un abismo. Todavía en 1909 el fuego quiso pi i ‘bar una vez más el templo y la devoción de los parroquianos de la Villa. Y aunque las pérdidas documentales del archivo parroquial resultaran irreparables, los feligreses contribuyeron generosamente a restañar los daños materiales del templo y de su torre.
También el convento de S. Francisco, construido a iniciativa de Argote de Molina, bajo la advocación de la Madre de Dios de Miraflores, cumpliendo un deseo testamentario de Sancho de llenera y proyectado como panteón señorial, fue precozmente destruido por la devastadora invasión de 1618 y reconstruido con las limosnas y devoción del pueblo de Teguise. En cambio, lo que no tuvo reconstrucción fueron los sepulcros del panteón señorial, desaparecidos para siempre, así como la Casa de los Herrera o Palacio del Marqués, que hoy se encuentra fraccionado en varias viviendas.
La Mareta «o grande estanco de figura de caracol», donde se depositaba «el agua llovediza»para el uso de los vecinos, era «una de las cosas más raras de Lanzarote», en palabras de Viera y Clavijo. Nosotros diríamos que fue la razón del emplazamiento y existencia de Teguise. Y la Mareta, acondicionada y conservada hasta la década de los 60 del presente siglo, prestó un servicio vital para la supervivencia de las personas y de los animales domésticos, en particular en las épocas de sequía. Pero el «teste» o montaña de tierra acarreada por las lluvias y extraída al limpiar la Mareta se acumulaba en sus proximidades y con el tiempo llegó a constituir un serio obstáculo para el desarrollo urbano del Teguise moderno. Por eso, cuando el agua de Famara y posteriormente la desalinizada por las potabilizadoras, hicieron innecesaria y anacrónica la existencia de ese histórico depósito, el solar donde estaba ubicado se terraplenó, y sus contornos se urbanizaron, construyéndose calles y un parque infantil solaz de los escolares. Podríamos decir que por las tierras húmedas y arcillosas de la antigua Mareta, la infancia de Teguise camino de las escuelas retoza sana para libar, como las mariposas y las abejas, la miel de una esmerada educación, que le capacitará para los retos del futuro.
Por último, el vetusto castillo de Guanapay, que durante siglos vigiló las invasiones y amenazas que se avizoraban en el horizonte por los caminos del mar, o se confirmaban en las hospitalarias costas y llanos senderos de la isla, después de estar decrépito y abandonado, se restauró y acondicionó como «museo del emigrante», para recoger el testimonio y conservar la memoria de tantos lanzaroteños que empujados por la necesidad o el deseo de prosperar, fijaron su residencia y organizaron sus vidas y su trabajo en las hospitalarias tierras de Hispanoamérica, particularmente Cuba, Argentina, Uruguay y Venezuela.

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