Por Francisco Hernández Delgado
Leandro Perdomo Spínola, el quijote lanzaroteño del siglo XX, nació en la ciudad de Arrecife el 11 de mayo de 1921.
La semilla cultural y aventurera de los Spínolas, germinó también en el cuerpo de Leandro Perdomo.
Las metas de sus proyectos no estaban a la vuelta de esquina de las casas de Arrecife, la Vegueta o la vieja Villa. La pasión por la letras, ganaron la batalla al joven Leandro, las corazas de la burguesía y los entresijos de aquella sociedad no pusieron freno al inicio literario de este hombre, que encontró en el deporte, su primer medio para plasmar sus inquietudes con la pluma, eran los años 40 del siglo XX.
Entre tertulias y lecturas, crece un joven que por naturaleza se hace rebelde ante la monotonía de aquella sociedad, rota y llena de tristes recuerdo de una guerra pasada.
En 1946 vio la luz, el periódico Pronósticos, era primer parto natural de nuestro Leandro, las primeras hojas al viento para calmar la sed de cultura que necesitaba la sociedad.
En 1948, Leandro quiso compartir el recorrido por la senda cultural con una mujer Josefina Ramírez, su esposa de aquí en adelante.
En 1953 vio la luz su primer libro «Diez cuentos», cuentos que Leandro lleva por las calles del Puerto de la Luz, entre amigos, recuerdos y trabajos. Dos años después, aparece El Puerto de la Luz, en el que recoge parte de las crónicas que había publicado en el Diario de Las Palmas, Falange y Antena.
De su estancia en Las Palmas, quedó el recuerdo de un hombre volcado con los más necesitados, entregado con su misión humana y literaria, y aquel bohemio inquieto y preocupado por la situación de su familia decide emigrar a Bélgica y lo hace acompañado de numerosos canarios entre los que estaban Julio Viera y Juan Ramírez.
Las galerías quitaron años de vida a Leandro, su salud quedó dañada, un recorrido por diversos trabajos casi termina con la vida del escritor costumbrista más grande Canarias. Pero allí en el extremo de la necesidad, surgió la savia de los Spínolas e inyectó fuerzas al escritor que permanecía invernado en el alma de Leandro.
Lejos de madre patria nació Volcán, allí en tierras extrañas, creció gracias al cariño y apoyo de toda una familia y con los vaivenes propios que conlleva la vida y desarrollo de una obra literaria, Volcán esquiva una vez y otra vez su duro caminar y cuando alcanza su mayoría de edad, y con finalidad de recobrar parte de la salud perdida, decide regresar a su tierra en 1968.
La casa de los Spínolas, laboratorio cultural de la Vieja Villa, se convierte en sala de recuperación de un escritor enfermo por su trabajo en las minas.
El hambre, las miserias de nuestros emigrantes, de la que Leandro fue un protagonista más, quiso reflejarlas en un libro, Nosotros los emigrantes, era el año 1970. Extraño era el canario que de algún modo no veía reflejado en aquel libro, a un padre, un hermano o un hijo. Una obra que en aquel entonces, no pasó de ser una exposición de una realidad vivida. Pero que hoy tendría un éxito sin precedentes, por la actualidad de su contenido, porque emigración e inmigración tienen los mismos problemas.
En las paredes de las minas, y en las calles del Puerto de la Luz, quedó parte de aquel espíritu aventurero, rebelde, bohemio que llevaba el escritor, ahora en su Villa, en la Villa de sus antepasados, Leandro conectó con el pueblo, era otra visión de modos y costumbres, un diálogo entre el escritor y la vida diaria.
Fueron las costumbres, las tradiciones, y las vivencias las que se fundieron en la mente de aquel escritor, que solo, sentado en la habitación de aquel corredor canario embriagado de recuerdos, las llevó a sus libros Lanzarote y yo en 1972, Desde mi cráter en 1975 y Crónicas Isleñas en 1978.
Nadie, ningún otro escritor podría plasmar en unas hojas las costumbres y vivencias de su tierra, no solo hacía falta la buena pluma y el imprescindible papel, Leandro aportaba sus propias vivencias, detrás de cada historia o cuento, estaba su espíritu aventurero, su visión de aquel mundo en el que él fue un protagonista especial.
El semanario Lancelot, fue su último testigo, portador de sus cuentos y recuerdos. El hombre y el escritor se ahogaban en aquel mal de años, vivencias e incomprensión. El hombre encontró un poco de calor en las tertulias de la tienda de Maximiano, el escritor apenas tenía fuerzas para levantar la pluma. Uno y otro se sentían cada día más lejos de lo que le rodeaba y más cerca de los límites de la vida.
A esa meta llegó Leandro en 1993, humilde , en silencio sin hacer ruido, temiendo molestar, fundió su abrazo con los seres queridos que le precedieron en ese viaje, ya no tenía trabas que le impidiera vivir muriendo, volar sin alas, escribir en nuestra memoria sin mover una pluma.
Nos dejó Leandro sí, y para que solo nos quedara el recuerdo de su obra, y nos olvidemos de aquel cuerpo, de aquella obra humana, cansada y cargada de años, estamos seguros que quiso dejarnos flotando en el aire conejero su pensamiento, en las letras del poeta que muere lejos de su tierra,
Ya no veo la luz resplandeciente
Por las hendiduras de mi puerta
Y puedo ver con los ojos cerrados
Que hasta mi llega la muerte
Entre la sombra de mi suerte
Veo la luz de mi familia
Ahora que no espero nada de mi vida
Creo que algo encontraré con mi muerte.