Fuente: Rostros de un paisaje (Miguel Hernández)
Por Myriam Ybot
Periodista
En la cocina de su hija, donde nos encontramos Censa y yo, huele a choco late fundido. Se confunden los aromos de la mantequilla y el cacao con los que desprende el carácter de la repostera a quien, tras un rato de charla, podría una colocar en una vitrina, como el más caro y delicado de los dulces.
Y a sus espaldas, cuarenta largos e intensos años de traba jo, batiendo a mano mimos en palangana y amasando mantecados, desde que decidió que el campo por cuenta ajena era demasiado duro y alejado de su hogar, donde aguardaban cuatro criaturas, otra estaba en camino y una sexta vendría después .«Empecé bajando a Arrecife en guagua con dos cajas amarradas, para vender en algunas tiendas», recuerda. Los primeros dulces hacían un recorrido previo en milano entre la casa de Censa, donde se mezclaban los ingredientes, y la de Maruja, en cuyo horno florecían las magdalenas, panes y bizcochos. La primera y única gran innovación en un negocio que mantuvo la economía familiar fue el horno, construido por Bartolomé Caraballo con piedra de hornera, baldosas, lajas de fuego, cristal y jable.
La fama de los dulces de Censa corrió como la espuma por la isla y tiendas y clientes aumenta ron sus pedidos. La artesana, con las ayudas puntuales de sus hijas, atendió personalmente el negocio durante años, más concentrada en los fogones y cediendo la responsabilidad del reparto a su esposo.
Para desconsuelo de los golosos, Censa anuncia su despedida. «Ya estoy finalizando de trabajar; yo con 50 años rompía el mundo, pero voy a cumplir 73 y no puedo hacer más», confiesa. Sagrado seguirá siendo el bizcochón de los sábados, cuan do alrededor de la mesa se reúne su extenso familia a tomar café. También algunos privilegiados clientes de toda la vida, como don Pancho Fajardo, reciben puntualmente las truchas, sin las cuales la Navidad no sería lo mismo.
La memoria del olor a leña, azúcar y canela se conserva indemne en Censa. Y preservadas por las hijas en libretas y cuadernos, valiosas como un tesoro, las instrucciones para convertir la harina, el huevo y la almendra en ambrosía. «Cuando me piden la receta yo contesto: las recetas las dan los médicos y a veces, se equivocan», sonríe. Son su gran secreto, su legado, su vida.