Fuente: Rostros de un paisaje (Miguel Hernández)
Por María José Tabar
Periodista
La lista de sus ‘víctimas’:
Dos «viejas» de Tabayesco que nada más vislumbrarle la tela negra y encarnada tiraron la roseta que estaban haciendo, se levantaron las faldas y se refugiaron en casa. Tanto susto cogieron que, cegadas por el miedo, las impetuosas señoras salieron por la puerta de atrás y siguieron corriendo sin rumbo.
Dos chicos a los que «corrió» hasta Guatiza, y los dejó con la lengua fuera.
Un chico que dejó caer varios panes y un par de botellas de leche, al toparse con la máscara demoníaca, de cuatro ojos y dientes para fagocitarle mejor.
Un sargento de la Guardia Civil, que fue vergonzosamente desautorizado por el antiguo regidor de la Villa, don Luciano: «El alcalde soy yo y usted no vuelve a mandar a nadie que se quite la ropa, ¿me ha entendido?». Se lo dijo al agente, que había detenido a Alfonso por vestirse de diablete, contraviniendo la decisión del obispo de Tenerife, que ordenó la suspensión de los actos carnavaleros.
Corría como alma que lleva el diablo (de hecho, una vez se fue a cazar sin perro y volvió con tres conejos) y sólo se quitaba el embozo por la noche, frente a su mujer. O para coger aire, lejos de las calles principales. Cuernos de verol, esquilones de vaca y el vino justo para no desequilibrar ni el cuerpo, ni los Carnavales. Alfonso, que ha sido zapatero, marinero y apasionado toda su vida, centellea al contarlo y brama, a modo de postdata, como hacía antaño:
¡CU!
Asusta.