Fuente: Rostros de un paisaje (Miguel Hernández)
Por María José Tabar
Periodista
Juliana tardó varias meriendas en abonar una toalla para que creciese un rosal de fucsias y ver des imposibles. Desde que hace 15 años empezó a entenderse con las bobinas de lana y de hilo (seleccionadas, vía catálogo, en un almacén de Astorga y otro de Barcelona) es una fábrica incansable de posavasos, mochilas, fajines, toallas, sábanas, mantelerías, faldas y chales. Alcanzó el éxtasis de la manufactura cuando hizo una chaqueta. Entera. Incluso tejió la tela, hebra a hebra, en esa máquina inteligente hecha con madera de tea, que reposa en el patio de su casa.
En un Tahiche de domingo, que huele a gambas parrilladas y que transcurre lento pero seguro. Como contagiado por el hilo que se urde, por mandato de Juliana, en unos rodillos. La madeja bailotea, obediente. Y sin enredarse. Es el embrión de la futura prenda, alargado como una autopista con demasiados carriles para quien se conduzca con manos de gato. Se dispone en el telar, se peina y comienza el vals de cabos. Es un arte que practica por pura devoción y entretenimiento. Hay que ser estratégica, correcta y tener vista de microscopio para ver en este universo entrecruza do de filamentos. El marido ayuda en el principio de la labor. El resto del tiempo lo pasa ella sola, en una atmósfera donde casi cualquier cosa puede ocurrir. Hasta parece que la luz entra con envidia por la puerta, con ganas de ser tejida y dejarse convertir. Juliana, que tiene el carné artesano número 5, le quita poesía a la labor, y guarda en un armario los juegos de toallas bien dobladitos. Objetivo: el baño de sus hijos.