Fuente: Rostros de un paisaje (Miguel Hernández)
Por María José Tabar
Periodista
Con ocho años sabía enroscar las clavijas a los timples que hacía su padre. Con 10, hizo su primer instrumento. Juanele es la tercera generación de una saga de artesanos ebanistas inaugurada por su abuelo en 1845 y conserva una memoria de ordenador, precisa y plagada de anécdotas. Recuerda que en el taller se hacían guitarras, bandurrias, barcos, puertas, ventanas y hasta cajones de difuntos. Se dedicaban a la carpintería de ribera, porque en los años 40, sólo había un timple por municipio y la manufactura musical «no daba de comer».
Ahora, «que todos los niños quieren tener uno», hace frente a más de 300 en cargos. Se los solicitan desde Alemania, Italia y Estados Unidos (la tuna de la Universidad de Arizona se quedó extasiada por la «bulla» que hacía un instrumento «tan pequeñín» y le pidió varios para animar su parranda). César Manrique ponía los ojos como chícharos cuando le veía incrustar minúsculos trozos de concha en las boquillas. «¡Es un trabajo de hadas!», decía. Desde que le ‘plancharon’ el cristalino del ojo, Juanele ve más de la cuenta y dice diferenciar hasta el roto de la bandera que ondea en el castillo de Santa Bárbara. A sus tres hijos les ha dado lo necesario para que «se presentaran al mundo sabiendo leer y escribir. No los quiere dentro del taller. Su razonamiento: él, que ha pasado 70 años fabricando timples, no quiere herederos a no ser que puedan mejorar su maña. Y la cosa … «está pelúa».