Fuente: http://www.pellagofio.com/?q=node/331
Por Yuri Millares
Eugenio Delgado Abreu nació en Guatiza el año 1928 y empezó a trabajar en 1940 en la construcción de las salinas de Los Agujeros. “Desde pequeño ya estaba ahí, detrás de los camellos llevando serones de tierra para los cocederos y las salinas, y después seguí allí trabajando haciendo salinas, cogiendo sal y cosas de esas”, relata. El topónimo que les da nombre lo atribuye él a que “había unos agujeros; junto a las salinas están, no sé si los habrán rellenado, hace un montón de años que no paso por allí”. El padre y un tío de Eugenio que vivía en La Palma (José Manuel y Francisco Delgado García, respectivamente) fueron quienes emprendieron la obra: “Mi padre le dijo que tenía un terreno apropiado como para hacer salinas y entonces se pusieron de acuerdo y la hicieron entre los dos”.
La tierra fue transportada con camellos y carretillas “de allí mismo, detrás de los molinos”, dice Eugenio. Pero como no fue suficiente, se trajo más “de Los Cocoteros, el pueblito aquel que está allí”, señala al vecino asentamiento de apartamentos y casitas junto al mar. Su topónimo original es El Riadero, “hasta que empezaron a construir las casas y le pusieron Los Cocoteros –recuerda–, pero al terreno aquel le decían Los Agujeros, lo de más alante le decían El Redero, más atrás la Cueva la Arena y alante la playa de Cho Joaquín”.
Ocho aspas
A Eugenio le tocó trabajar en su construcción desde muy temprana edad, pues tenía 12 años cuando llevaba y traía los dos camellos de su padre, llevando tierra para rellenar lo que serían las salinas. “Los peones estaban picando la tierra, que había que picarla con un pico, y yo daba los viajes con el camello, vaciaba el serón y volvía a llevarlo, y la gente volvía a llenarlo. Yo no hacía sino los viajes con los camellos”. La tierra se mojaba y se aplanaba “con un rolín* del que tiraban dos hombres y uno atrás empujando, para que el barro endureciera. Cuando tenía dos días ya se secaba mucho y había que meterle agua, se deja el fondo cubierto de agua para que no se estallara”.
Junto con los cocederos, lo primero que se hizo fue el pozo para sacar agua y después las salinas. “El primer molino fue de vela, tenía ocho aspas de vela, unas velas pequeñas que no resultaba porque el molino necesitaba más potencia. Tenía que venir un vientito un poco rápido para que trabajara; si había poco viento, arrancaba y cuando llegaba a sacar arriba el agua se paraba. Entonces quitó mi padre el molino ese de vela y puso uno de aspas de hierro. Después compró otro molino chico en Arrieta, de una bombita pequeña, y más tarde hizo dos más con bomba de 20 centímetros”, continúa explicando.
Los cuatro molinos lucen sus quietas estructuras junto a las paredes y aguas de las salinas, inactivos “hace más de veinte años”, pero aún sale el agua del primero de los pozos gracias a un motor de gasoil. Tiene una profundidad de 14 metros. “Se vio al llegar al agua que ya había jameo*, y cada vez que subía y bajaba la marea sacaba más entullo* para que siempre tuviera agua el pozo. Entonces, con marea vacía se quedaba con 20 ó 30 centímetros de agua y a marea llena cogía casi dos metros”. El agua subía con los molinos hasta los cocederos, primero al que llama cocedero madre, que está un poco más alto, y “de allí iba de un cocedero a otro para ir calentando: a lo mejor estaba cuatro días en uno, seis días en otro, hasta que había que gastarla en las salinitas [cada tajo tiene aquí 10 ó 20 salinas]”.
Sacos a la lancha
El almacén para depositar la sal lo construyeron enterrado, por debajo del nivel de las salinas, “para no estar emparvando* sal, sino que se llegaba y se vaciaban primero las cestas, que había que cargar al hombro, después las carretillas con rueda de hierro hasta que empezaron a venir esas de la rueda de goma”. La producción anual era de siete a ocho mil fanegas, aunque un año alcanzaron las diez mil fanegas. El tío de Eugenio, que vivía en La Palma, era quien la vendía allí casi toda. En camiones que la llevaban a embarcar a los puertos de Arrieta y Arrecife, o directamente frente a Los Agujeros, donde fondeaban barcos de vela “con motorcitos auxiliares” como la Evelia o el San Miguel de La Palma, viajaba hasta Santa Cruz de La Palma. Los sacos de 50 kilos los tiraban entre dos hombres sobre la cubierta de unas lanchas desde el borde de las rocas, donde todavía hoy se ve los restos de una pequeña obra que facilitara el acceso hasta el borde del mar: “nos gastamos un par de sacos de cemento para fondear los hombres los pies”. También las factorías de Lloret y Llinares en Arrecife compraban la sal de Los Agujeros.
El tiempo que se tardó en construir estas salinas es difícil de precisar, dice Eugenio, “porque todos los años iba después haciendo un poco: en invierno, cuando no había sal que coger, hacía a lo mejor cien salinas, o cincuenta. Se empezó con media docena de cocederos y unas 430 salinas haciéndose seguidas. Después, se fue haciendo más y llegó a haber más de veinte cocederos y 1.700 salinas”. Su producción no se interrumpe sino unos pocos meses al año. “La zafra empieza en febrero, hasta que llueva: cuando pasa septiembre, la sal ya no cuaja tanto, es mucha menos; octubre puede ser un mes bueno de sal si no llueve, porque como viene el agua curtida de atrás, se hace. Pero noviembre, diciembre y enero son meses que no se hace sal”. Desde hace más de 15 años las salinas están arrendadas y Eugenio sólo se dedica a la agricultura.
Medio cesto de palas de tunera para comer
Los dos camellos con que Eugenio Delgado trabajó para llevar la tierra de relleno a las salinas no fueron suficientes. Hicieron falta otros dos más, “pagos”, dice. Pero eso no fue problema: en los años 40 había más de 70 camellos en Guatiza. Eran los tiempos “de soltar las camelladas*”, a las que no iban los machos “porque estorbaban, sólo las camellas o los capados”. Los vecinos tenían los camellos para arar, barbechar, matar el gramillo, y los tenían siempre ocupados en el verano. En el invierno crecía hierba por la costa y se hacían las camelladas. “Los nuestros nunca fueron a la camellada, siempre estaban al trabajo; pero el agricultor que tenía un camello si le hacía falta un día no iba a la camellada y al otro día, que no tenía trabajo, sí”. Las camelladas de Guatiza reunían unos 15 ó 20 camellos de Guatiza Abajo y otros tantos de Guatiza Arriba, que eran cuidados por dos hombres, uno de cada barrio del pueblo. Si estaba en la camellada no hacía falta, pero si estaba trabajando se le ponía al camello comida en la casa, “dos o tres kilos de habas, o chícharos, unas pajas, si no había mucha paja unos gajos de higuera”. Y en un pueblo que se dedica a la cochinilla, también se le echaba “media cestita con las palas y lo de más adentro, que le decíamos los troncos, pero picados”.
VOCABULARIO
camellada. En Lanzarote los vecinos de los pueblos juntaban sus camellos y los pastoreaban en un solo rebaño, a cuyo cargo estaban cada día distintos propietarios del mismo pueblo, turnándose. Luis Fajardo Hernández también describe la camellada en esta isla como “la prestación gratuita de los camellos de un lugar a favor de un vecino que la solicita para la conclusión de una faena urgente: tiene un cierto carácter festivo y el anfitrión-beneficiario viene obligado a corresponder al servicio con comida y bebida” (citado en el Tesoro lexicográfico del español de Canarias).
emparvar. Amontonar. Suele referirse por lo general al trigo u otros granos en la era (“amontonar el trigo tras la trilla”, por ejemplo, cita Manuel Alvar en el Atlas Lingüístico y Etnográfico de las Islas Canarias).
entullo. Escombro, del portugués entulho. “Mezcla de tierra, arena y pedruscos que arrastra un barranco y que queda detenida en su cauce rellenándolo”, describe Juan Maffiote en Glosario de canarismos. Voces, frases y acepciones usuales de las Islas Canarias. Esta voz también se emplea en gastronomía: “Los tropezones o cosas de sustancia en un caldo de carne, etc.” (Pancho Guerra, Léxico de Gran Canaria).
jameo. Agujero hondo o cueva volcánica profunda, en Lanzarote. Juan Álvarez Delgado la cita como “voz de uso corriente, que debe ser (…) indígena, a pesar de su aparente forma hispánica” (citado en el Tesoro…).
rolín. Palo redondo (M. Alvar, Atlas lingüístico…), aquí Eugenio Delgado describe “un bidón lleno de cemento” que se empleaba como apisonadora.